Eme terminó de leer la revista en la sala de espera del dentista y se quedó pensando en ese test de color fucsia. La secretaria dice su nombre. Eme se sienta en la silla especial y, mientras le meten el eyector de saliva en la boca, intenta decidir qué es lo que le atrae de los demás. Eme piensa en el vocabulario. El médico enciende esa luz blanca y redonda que la obliga a cerrar los ojos. Me gusta notar las palabras que usa cada persona como si fueran partes de su cuerpo. Como si en cada elección les creciera un cuerno o pezuñas. Hay algo especial en ciertas palabras que me enternece. Que me acerca y me vulnera a querer a alguien. Escupa, le ordena el dentista. Eme se queda mirando como corre su saliva por el drenaje y vuelve a recostarse sobre la silla. Muy bien, dice el encapuchado de blanco mientras vuelve a introducir el eyector a la boca de Eme. Debiera importarme lo que dicen las personas, pero lo que me importa es cómo lo dicen. Abra más la boca. No me siento así. Un poco más. No me siento como alguien a la que sólo le importa la forma. Eme decide abrir los ojos y dejarse encandilar. Podría dejar de ver para siempre. El médico acerca tanto la luz que Eme puede sentir caliente toda la cara. Ya estamos terminando, mantenga abierta la boca.
